LA TRADICIÓN DE LA CASA No. 1028

Libro: Tradiciones Quiteñas
Autor: Guillermo Noboa Rodríguez
Audio: CIESPAL

En la calle Chile, casi frente a las Escribanías, existe una casa con la arquitectura característica de la época colonial. Lleva el No. 1028 (hoy edificio Guerrero) y ni el transcurso de muchísimos años ni otros fenómenos de la naturaleza, han logrado herir su solidez.

Vive allí, esa casa anciana en pleno Quito, enseñando todavía el viejo portón remachado con gruesos clavos de artísticas cabezas; sus paredes anchas, el zaguán empedrado a la rústica; los corredores espaciosos y protegidos por gruesos pilares de piedra; el patio y con abundancia de sol como era costumbre en aquellos buenos tiempos. Cuando se la ve por primera vez, tiene algo que atrae la atención, cuando se charla sobre ella con viejos inquilinos, se apodera del que pregunta una curiosidad intensa y hasta rara, porque luego de satisfecha, quedan gravitando en el cerebro remembranzas de aparecidos y de fantasmas provocadores de sustos y hechos miedosos.

Dicen que en las noches de conjunción, se oyen aún pasos lentos que arrastran cadenas; gemidos prolongados como de seres agobiados por agudas dolencias; inclusive el bufido sordo y hueco como de un toro agónico, y otros ruidos extraños venidos de ultratumba. Dicen también que un fuerte temblor, abrió en la fachada una grieta ancha que produjo temores en sus propietarios; pero que poco tiempo después, otro movimiento terráqueo, compuso el desplome y desapareció la grieta, quedando la pared en sitio normal.

Estos fenómenos se atribuyen a un hecho espeluznante sucedido en una época perdida en el trayecto de muchísimos años, tal vez de siglos.

 

Los ricos propietarios de la casa

Eran propietarios de aquella casa, Don Ramón N. y Doña Isabel N.; descendientes ambos de nobles familias quiteñas, cuyos apellidos no es necesario determinarlos para el objeto de este relato.

Poseían varias haciendas cuyos rendimientos les permitía vivir con lujo y riqueza.

Pero lo que más apreciaban, era su única hija que la Providencia les había concedido en veinte años de feliz matrimonio. Se llamaba Bella Aurora, coincidiendo su nombre con sus virtudes y su hermosura.

Sus padres ponían especial cuidado en que nada le falte, ni tenga la menor contrariedad. Su alcoba estaba arreglada con extraordinario lujo. Cubrían las paredes costosos tapices y cuadros valiosos. En el marco de las puertas y ventanas, colgaban cortinas de finísimos rasos de seda, aborlonados con gruesos cordones de oro. Y luego, sobre la mullida alfombra del piso estaban regados caprichosamente cojines con artísticos y llamativos bordados. Y muebles de caoba de admirable acabado y en fin mucha riqueza por todas partes. En el ropero tenía innumerables vestidos, que eran frecuentemente renovados por habilísimas costureras. Sus joyas eran verdaderas maravillas de oro y pedrería, talladas por maestros en el arte de orfebrería. De tal manera se habían empeñado Don Ramón y doña Isabel en rodear a su hija de riquezas y comodidades, que si la riqueza es suficiente para hacer feliz a un ser humano, Bella Aurora debía ser mil veces feliz.

 

Un sueño horrible

Sin embargo, el semblante de Bella Aurora no manifestaba tanta felicidad y con frecuencia más bien, delataba alguna tristeza por ignorados motivos.

Una circunstancia inesperada agravó la intranquilidad inexplicada de Bella Aurora. Una noche que al parecer dormía risueñamente en su alcoba, al dar las doce, despertó sobresaltada, y arrojándose de su lecho, empezó a dar gritos angustiosos, de manera que la numerosa servidumbre acudió presurosa a cerciorarse si no le había ocurrido algún accidente fatal.

Y trabajo costó conseguir que la muchacha recobrara su serenidad y al fin hablara refiriendo lo sucedido. Mas sólo aplacó su espanto cuando acudieron a consolarla Don Ramón y su esposa.

Entonces pudo hablar con angustioso ánimo.

Refirió, pues, que había visto en sueños una opulenta corrida de toros, que se celebraba con delirante entusiasmo y que cuando ella veía tranquilamente las incidencias del popular regocijo, súbitamente un toro negro con frente blanca, que había hecho derroche de ferocidad, se presentó frente al embarrerado donde ella estaba, y con voz de trueno le ordenó: Bella Aurora, baja! Y como presa de espanto, se resistiera a obedecerle, la bestia subió fácilmente al tablado, mugió de rabia y luego de romperle su ropaje de seda y sus joyas con su áspera lengua, hundió cruelmente sus afilados cuernos hasta atravesarle el corazón, arrancándole un terrible grito de dolor, despertándose en ese momento, para llamar a sus sirvientes.

La niña contó el sueño tan a lo vivo, que los que la escuchaban, se santiguaron con devoción, mirando luego por todas partes como si temiera que seres extraños invadieran el regio aposento. Inclusive Don Ramón y doña Isabel, no pudieron disimular su preocupación por el raro sueño de su hija.

Con todo, la tranquilizaron y para librarle de temores, resolvieron terminar la noche junto a ella, para abrumarla de caricias, mientras asome la luz del nuevo día.

 

Una gran corrida de toros

Era una tarde despejada y alegre. La que hoy es Plaza de la Independencia, presentaba un aspecto de fiesta.

En los balcones de las casas se había colocado nutridas banderas de diferentes colores. Alrededor de la plaza, se levantaban cómodos tablados con techos de paja y embarrerados cubiertos de costosas telas de seda, flores y guirnaldas.

En cada uno de ellos, se habían reunido las familias más distinguidas de la ciudad para mirar las famosas corridas de toros, de las tradicionales fiestas de San Pedro y San Pablo. En pasamanos improvisados, lucían las colchas obsequiadas por las chiquillas de la nobleza. Eran una especie de banderas de raso primorosamente bordadas y cuajadas de monedas de plata y oro, con las que las donantes hacían competencia de lujo y generosidad. Las colocaban fuertemente aseguradas sobre el lomo del toro y se llevaba el diestro que haciendo gala de valor, en un quite emocionante lograra arrancarla, muchas veces exponiendo su vida.

En los intersticios de los tablados, estaban las modestas chinganas que a pesar de su modestia, eran de irresistible atracción por los llapingachos, el puerco hornado, el caucara y otros sabrosísimos platos de aceptación popular, que despedían un apetitoso olorcillo, capaz de despertar el gusto más refractario.

En una esquina de la plaza, una banda de músicos inflamaba el entusiasmo de numerosos curiosos que no dejaban sitio desocupado esperando la lidia.

De pronto, la muchedumbre lanzó un grito que atrajo toda la atención: Allí sale el toro!

Y este grito fue repercutiendo en los labios de todos los espectadores ansiosos de emociones. Casi inmediatamente varios hombres del pueblo, con abundante arrojo se lanzaron a los mismos cuernos del terrible cuadrúpedo valientemente con sus amplios ponchos.

El animal furioso, raspaba con sus pezuñas la tierra del suelo y luego de mirar ferozmente a sus provocadores, les acometía con ímpetu aterrorizante, sacudiendo su enorme testuz. Sin embargo, los toreros con habilísimos pases que arrancaban nutridos aplausos, conseguían librarse de poderosas cornadas, para continuar incitando al inquieto animal.

Mientras tanto en un tablado, donde sonaba un llamativo concierto de vihuelas, una niña lujosamente ataviada, no manifestaba tanta alegría como para indicar que era de su agrado la fiesta. Al contrario, su semblante pálido y sobresaltado delataba un raro disgusto y hasta ciertos temores. Y hablaba sin descanso con su padre que estaba a su diestra, acariciándola con paternal afecto. Era Bella Aurora.

 

El toro fatal

Tengo temor papá, musitó ella agarrándose del brazo de su padre.

Pero qué puedes temer? El tablero está bien seguro, estás en medio de los tuyos; nuestros sirvientes están con nosotros listos para cualquiera emergencia; pero qué te puede preocupar? respondió Don Ramón.

Se me ha puesto que tendrá fiel cumplimiento el sueño de aquella noche.

Oh! Hijita mía! Disparates y nada más que eso!

No papá. Se me figura que ya va a salir a la plaza el toro negro que vi en sueños, y que se precipitará a exterminarme!

Por favor, lléveme a casa!

Pero por qué tan nerviosa, hija mía? Serénate y pon atención en la fiesta que está animada como ningún año. Fíjate que bien torean al mulato que se halla en la plaza. Hombre! Y que bravo!

No diga eso papá! No quiero ver! Tengo como un presentimiento que me estruja el corazón! Vamos!

En ese instante los gritos y silbos del pueblo, anunciaron que otro toro se lanzaba a la plaza. En efecto, un toro de piel negrísima y lustrosa, con la frente blanca entró al campo de la lidia, bufando de furia y echando espuma por el hocico. De vez en cuando alzaba su poderosa cornamenta y dirigía sus encendidos ojos por todos los tablados y embarrerados.

Este es el toro! gritó entonces Bella Aurora con, los ojos desorbitados de miedo cayó sin aliento en brazos de su padre, que se apresuró a protegerla.

El accidente alarmó visiblemente a los familiares de la muchacha y resolvieron conducirla a su mansión para tranquilizarla.

Tan pronto como bella aurora llegó a su casa, acostóse en su regio lecho, para recibir fricciones de colonias y esencias que estimularan acción de su decaído sistema nervioso.

Mientras tanto, en la plaza el toro continuaba como buscando a alguien en las barreras. Por más que los diestros toreros le provocaban para que embista, metiéndole en el hocico los ponchos de encendidos colores, el animal furioso sacudía su testuz y seguía en su misteriosa búsqueda sin acometer a nadie.

De repente, cansado de su rara actitud, saltó con asombro de todos por encima de la barrera y se dirigió apresurado a la casa 1028. Llegó y rompiendo la puerta de calle que estaba asegurada con tranca y llave, subió por las gradas de piedra hasta llegar al corredor. Olfateó abriendo sus negras y espumosas narices y luego sin vacilar se encaminó con paso lento a la alcoba de la niña. Bella Aurora abrió en ese instante los ojos y cuando pálida de terror quiso levantarse para huir, el toro se precipitó sobre ella y hundió ferozmente sus afiladas astas en su delicado cuerpo. Después, salió y desapareció por las calles de Quito, dejando muerta a Bella Aurora, cuya faz aureolada de sedas y armiños, delataba una extraña tristeza, a la que daba un trágico relieve, un hilo de sangre que se escapaba de su corazón yerto, por encima de sus lujosos vestidos y rutilantes joyas.